El mito y los historiadores
En tanto que traductores del tiempo, los historiadores juegan un papel capital. Pero no siempre es fácil ni seguro mirar a Clío a los ojos, no tanto por el peso del desengaño sino por las consecuencias de desafiar las verdades que se han erigido en dogma. Todo, en última instancia, se reduce a un asunto de poder. Sostener la narrativa adecuada te garantiza, en el mejor de los casos, un buen puesto en el mercado laboral, y en el peor no caer en el descrédito. Un problema adicional: en ocasiones ni siquiera los miembros de la élite están muy enterados de esta lógica. Al tiempo que desdoblan sus discursos, intuyen que se juegan algo vital, sospechan que necesitan sostener un orden de ideas e incluso llegan al extremo de creer en la voz de los tiempos. La impostura se vuelve fe. El historiador tiene que volverse un apóstata. ¿Cuántos están dispuestos? Y una vez que retiran el velo sobre las narraciones fabricadas, ¿quiénes querrán ver la cara sin maquillaje de la musa?
Nadie dijo que desmitificar nuestra era fuese sencillo. Para empezar, son pocos los que están dispuestos a plantearse la más mínima duda —en la mátrix se vive a gusto—, y quienes lo hacen se arriesgan a caer en el descrédito: si no son acusados de incurrir en el revisionismo, se les tilda de irracionales, contrarios a la verdad, negacionistas e incluso conspiranoicos. Una vez se supera este escollo surge el no menos grave problema de la información y las fuentes. El internet no siempre es el mejor aliado; el conocimiento se ha democratizado solo en la medida en que lo que se nos presenta no es más que una red discursiva que al pueblo bobo le conviene oir1. Por fortuna el historiador sabe dónde hurgar, y si no tiene idea apostará la vida en ello. Con los escombros de la civilización entre las manos, el estudioso ahora debe darse a la tarea de interpretarlos. Acaso sea este el reto supremo. Por poner un ejemplo relevante, ¿qué hace el memorioso con las enseñanzas de Calvino y cómo vincula las proposiciones teológicas del puritanismo anglosajón con la reciente avanzada de la ideología de género? ¿No estará saltando el tiburón nuestro historiador rebelde si se atreve a formular que la puesta en escena a la que hoy asisten los occidentales —y con ellos todos los pueblos que han caído bajo su égida— es la actualización de la utopía soteriológica de un puñado de hombres que, al abordar el Mayflower, concibieron la posibilidad de reconstruir el Edén?
Mi tesis, para que quede claro, se enuncia como sigue: el progresismo es la fase superior del puritanismo. No creo que sea una idea muy atrevida, ni siquiera original. Se trata, eso sí, de una interpretación reaccionaria de la historia moderna. Pero ¿qué, en concreto, entraña el adjetivo «reaccionario»? ¿Puede hablarse de un criterio más o menos unificado y bien diferenciado, como sí ocurre con otras escuelas de pensamiento? Tal vez los jacobinos puedan decirnos algo: a su juicio, el reaccionario era aquel que negaba los valores de la Revolución y que añoraba las glorias del Ancien Régime. La fórmula bolchevique se le parece, solo que ahora el cargo cae sobre los burgueses. El progresista contemporáneo señala a quien se atreva a plantear que la democracia no es la más alta forma de gobierno y que hay algo fundamentalmente perverso en la agenda del cambio social. Véase la coincidencia: por todos lados el sector reaccionario es aquel que niega la interpretación dialéctica y teleológica de la historia. Si el liberalismo y el comunismo son hermanos de sangre se debe a que, como vertientes del paradigma moderno, conciben la Historia como un proceso que se construye a partir de la razón y que apunta hacia un rumbo determinado, cada vez mejor. Cada uno, a su manera, se ufana de ser el portador legítimo del progreso.
Para entender de qué manera la fe redomada de unos rebeldes puritanos degeneró en la propagación global de los derechos humanos, el ateísmo y el modo de vida hedonista —aquello que para un imaginario premoderno resultaba inconcebible— se necesita entender una máxima histórica: por maleable que sea, el progresismo conserva, a través de las eras, un claro espíritu, el sueño de sublimar al hombre a través de un proceso de regeneración constante. No extrañe a nadie el acentuado moralismo de los progresistas posmodernos, ni el que hoy se viva en un clima de correctismo político en el cual los crímenes de pensamiento se pagan con el ostracismo, el vilipendio colectivo y la cancelación. Explicarlo es sencillo: en la mentalidad puritana el pecado no se extingue, solo cambia de apariencia. Que en el Occidente actual todo, hasta la más mínima palabra, represente una ofensa demuestra que nunca dejamos de ser peregrinos con la misión de traer el cielo a la tierra. El mundo entero es Massachusetts.
Si fuera tan sencillo como repudiar los frutos de la Modernidad, entonces se podría englobar en un solo paradigma a nombres como Nicolás Gómez Dávila, Julius Evola, Francisco Canals, Donoso Cortés, Alain de Benoist, Maurras, Chesterton, Carlyle. El resultado, una sopa más bien amarga y diría yo que intragable. La crítica hispana ha sido particularmente inútil e ilusa en este respecto. Se apela, por un lado, a un conjunto de tradiciones políticas —del monarquismo rancio al republicanismo conservador— que nada pudieron hacer por frenar el avance del progresismo en sus múltiples advocaciones, y por otro lado intenta apoyarse de una institución católica que con tal de sobrevivir ha ido adoptando el discurso mundialista en detrimento de su doctrina perenne. Tal vez el príncipe Mishkin no estuviera tan equivocado, porque si algo entendía el idiota era que una fe débil que se pretende universal solo puede subsistir si es lo suficientemente dúctil: el Vaticano II lo demuestra.
De ahí que, contra la nostalgia estéril, Yarvin reniegue de la etiqueta reaccionario y se decante por el apelativo nihilista. No la ideología del vacío que Dostoievski tanto denunciara en sus últimas novelas, sino la convicción política de que para afrontar a esta Modernidad podrida no basta con extrañar un pasado irrecuperable, sino de pensar ex nihilo. Se trata, en suma, de crear algo distinto sin dejar de tener en cuenta lo que las tradiciones nos han legado. Solo así podremos escapar de la Catedral y matar a Cthulu. El mundo no será más esta Massachusetts ampliada que hoy padecemos.
El primer paso para ser un nihilista yarviniano consiste en dejar de creer en el mito de la historiografía whig. La píldora roja ayuda, pero no basta. Desencantarse de la Modernidad no supone mayor problema; ella misma se ha vuelto tan abyecta y ridícula que lo difícil es tomarse en serio estos tiempos. Pero si el imaginario whig persiste, uno corre el riesgo de terminar como el capitán que quería amansar a Cthulhu. El conservador, por más bilis que secrete al pensar en los tiempos actuales, sigue teniendo fe en los valores ilustrados, individualistas, democráticos y liberales. No concibe el hecho de que estos esquemas de pensamiento derivan necesariamente en la creación de un (des)orden social que todo lo pervierte. En palabras de Patrick Deneen, el liberalismo ha fracasado porque ha vencido2. En el instante en que la libertad se basta a sí misma, cuando deja de estar atada a la virtud y se vuelve esclava de los apetitos, el resultado no puede ser otro que la sumisión a un ethos banal, sensible y hedonista. De ahí que en la posmodernidad los capitalistas maximicen beneficios apelando a lo bajo, inmediato y universal, como si intuyeran que lo que hermana al hombre no es tanto lo sublime sino lo burdo. Así las cosas, para rebelarse contra el desmán de los tiempos se necesita superar las añoranzas conservadoras y dejar que creer que hay algo noble en el paradigma contemporáneo.
Naturalmente, los whigs se mostraban muy favorables al discurso de Locke. A partir de ellos nace y se populariza una idea que, gracias a un proceso de reinterpretaciones y transformaciones, va a desembocar en el orden presente: la teocracia atea y universalista de raigambre puritana. No es lo que hubieran querido Locke o el tirano Cromwell, pero así como la historia de las ideas no está para complacer a nadie, tampoco hay los elementos ni sobran las bolas de cristal para predecir la aparición de una figura como Woodrow Wilson, el tótem tras la expansión de un imperio informal que busca arrancar de raíz las perversiones políticas y culturales del mundo bárbaro. Rousseau, la inspiración de tantos libertadores, aborrecía la idea de una sociedad amplia; para él la voluntad general solo se dejaba oír en el espacio reducido de la comunidad, mientras que en las ciudades y las grandes extensiones de tierra las voces del pueblo se volvían ininteligibles. Sea como fuere, la idea del Contrato social sirvió de prólogo para el ascenso de la soberanía parlamentaria, la victoria de la diosa razón3, el terror jacobino, el genocidio de La Vendée y la ampliación del poder totalitario.
Sobre la naturaleza mutable de las ideas políticas Bertrand de Jouvenel tiene mucho que decirnos. En su tratado sobre la soberanía4 muestra que la naciente burguesía francesa necesitaba de un fundamento filosófico —el liberalismo— si lo que pretendía era asentar su dominio de cara a una clase oligárquica en decadencia: la nobleza. Más adelante, al hablar de la circulación de las élites, Vilfredo Pareto mostrará que las clases dominantes necesitan de cierto grado de movilidad, caso contrario, por un proceso de endogamia y desgaste, decaen al tiempo que una nueva élite toma su sitio. Jouvenel no puede sorprenderse ante el hecho de que, en un principio, el Tercer Estado apoyara con vehemencia a la monarquía absoluta. Se trataba de un intrincado juego de poder: ganando los favores del rey, los burgueses se abrían camino en aquel momento histórico. Una vez se alzaron por encima de los viejos nobles las nuevas élites se encontraron en la situación perfecta para desarrollar plenamente sus fuerzas productivas y llevar hasta las últimas consecuencias su discurso emancipatorio. Así como sucedió con la nobleza, ahora la monarquía les estorbaba. La Historia se presentaba ante sus ojos como la lucha del individuo contra todas las formas de poder, excepto una: la suya. Nótese el patrón evolutivo: contra lo que quieren los conservadores, las ideologías no son monolitos, sino criaturas en metamorfosis perpetua.
El progresista se defenderá aduciendo la traición. No es que el suyo sea un ideal fallido, es que fue mal implementado. El reaccionario y el nihilista yarviniano saben que esto es tan falso como la proposición de que el socialismo nunca se ha intentado o que el capitalismo no es la cara económica del progresismo cultural. El universalismo como hoy lo conocemos nació de un sueño piadoso y cristiano. Se puede y de hecho hay que ir a Kant para encontrar los primeros atisbos de una agenda global. Tarea que, me temo, dejaré para otro momento; el camino tal y como lo he trazado ya es demasiado sinuoso.5
Véase Populismo, de Chantal Delsol, para un estudio pormenorizado del giro leninista de los intelectuales. Si en un principio los revolucionarios pretendían recoger la voz del pueblo y erigirse en sus defensores, cuando se hicieron del poder se dieron cuenta de que las masas no anhelaban ni el cosmopolistismo ni la vida civil que les ofrecía el nuevo régimen, lo que deseaban era librarse de la opresión y de la miseria, no abjurar de sus tradiciones ni de sus arraigos. En vez de recoger las exigencias del pueblo, los revolucionarios, en tanto que nueva clase gobernante, decretaron la idiotez de las masas, las acusaron de seguir encadenadas por los atavismos de una cultura rancia. Cuando el cambio de régimen no consigue despertar la consciencia de clase proletaria o de emancipar a la razón de la fe, el giro leninista propone que la labor de los intelectuales consiste en mostrarles a los oprimidos su destino en la historia, enseñarles qué es lo que de verdad quieren. Christopher Lasch, en La rebelión de las élites, explica que la escisión de las élites progresisas con respecto a las masas que prtendía liberar no puede sino degenerar en el desprecio: el pueblo representa todo lo que está mal en la historia.
Si bien existe una versión en español, el título en inglés —Why Liberalism Failed?— evoca la verdadera naturaleza de la crisis intelectual del Occidente tardío. Como si se tratara de un chivo expiatorio, suele argumentarse que la mirada anglosajona ha desvirtuado de tal manera la filosofía liberal que lo que hoy se llama liberalism no es más que socialdemocracia y progresismo. Sabiéndose derrotados en la batalla cultural, hoy día son pocos los que insisten en reivindicar el término clásico y, en su lugar, emplean el mote libertarian para describir un conjunto de posturas que más o menos hubieran suscrito pensadores tan variopintos como Locke, Smith, Friedman, Mises, Hayek o Rothbard, por mencionar a unos pocos. No deja de ser curioso que hasta hace unas pocas décadas el término libertarian recayera en sectores anarquistas que se declaraban más bien antipáticos ante la idea de la propiedad privada y el libre mercado; el propio Lisander Spooner, padre espiritual (y accidental) del libertarismo capitalista, tenía tendencias que hoy se considerarían de izquireda. Patrick Deneen no cae en la trampa en la que viven presos tanto los conservadores como los libertarios: versado en la tradición filosófica de Occidente, Deneen alcanza la naturaleza multiforme del liberalism, caracterizándolo como un paradigma que si ha superado la prueba de los siglos es gracias a su cualidad evolutiva. Del liberalismo solo puede esperarse una adaptación al espíritu de los tiempos. Por lo tanto, nada tan falso ni tan engañoso como postular la pureza de un ideal liberal.
Sin ironías, Francisco I. Madero, el trágico espiritista burgués que pasó unos meses en el gobierno mexicano tras el autoexilio de Porfirio Díaz, expresaba en aquel panfleto de La sucesión presidencial de 1910 que la Revolución Francesa había sido la sublimación del cristianismo. La sentencia pierde el cariz cómico cuando se entiende que, en efecto, los procesos revolucionarios de la Modernidad han sido la secularización de los anhelos cristianos.
Betrand de Jouvenel, «Sovereignity: An Inquiry into the Political Good». El autor describe el mismo proceso histórico en su obra más conocida, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento.
El neófito, y sobre todo aquel que no domine el inglés —a Yarvin casi no se lo traduce—, tal vez deba comenzar con la Breve historia del universalismo de reaxionario. No recuerdo haber leído un texto en español que, en tan pocas páginas, desgrane mejor el concepto de La Catedral y que exponga desde la perspectiva histórica, con especial énfasis en el influjo whig y puritano, a esta criatura vil que es el progresista de ayer, hoy, mañana y siempre.
Me fascina tu interpretación acerca de la filosofía kantiana, y me parece increíble que el pensamiento de un tipito muy ordenado que no salió nunca de su ciudad derive en el monstruo que describís. Gide decía algo como "la buena literatura no nace de buenas intenciones". En el caso de Kant sucede lo mismo, pero con la política.