Los árboles del corazón (relato breve)
Nacer en la ignominia, no conocer la nobleza, ser incapaz de esa nostalgia que a tantos carcome y desespera, ¿es en serio una condición trágica?
Cada primavera las aves migratorias cruzaban la cordillera del norte y regresaban al valle para devorar el veneno que les ofrecían los hombres. Tras el deshielo, los árboles del corazón recobraban sus colores y se cargaban de frutos dorados, redondos, de piel fina, grandes como el puño de un adulto. Un sorbo de su jugo y una mordida de su carne podían matar a diez personas, pero nunca a un pájaro. Los primeros habitantes del valle vieron en los kastvrwikur1 una invitación a la discordia, al asesinato y al suicidio. Un arma de guerra y desesperación que ni siquiera era buena para cazar, pues impregnaba los músculos y la sangre de la presa hasta volverlos tóxicos. También se llegó a decir que la existencia de esos árboles era, en realidad, la venganza de Enam, el mundo, contra las criaturas que conquistaron la tierra, segaron los campos y desviaron las aguas. Por eso disculparon a los habitantes del cielo, las aves a quienes las gentes del valle aprendieron a reverenciar como dioses. Tan pronto se oía un concierto de trinos extranjeros, los paganos respiraban con tranquilidad: las aves del norte devorarían los frutos y erradicarían, aunque fuera por unos meses, uno de los tantos instrumentos que los hombres tienen a su disposición para alcanzar la muerte.
Nunca vi un kastvrwik. La historia de estas tierras se decidió sesenta y cinco años antes de mi nacimiento. Se diría que fui afortunado. O un auténtico maldito. Nacer en la ignominia, no conocer la nobleza, ser incapaz de esa nostalgia que a tantos carcome y desespera, ¿es en serio una condición trágica? Según relatan las crónicas orales, no fueron pocas las embarazadas que al oír el trote de los caballos invasores corrieron a comer los frutos. En condiciones desesperadas, cuando ya todo está decidido, matarse es la única manera de recuperar lo que antes quedaba en manos del albedrío personal: la posibilidad de avanzar por cuenta propia hacia un destino. Otras tantas, las que más tarde terminaron de esclavas y de putas, si no se suicidaron usaban los frutos para envenenar a sus señores.
Lo que en el imaginario del pueblo de mi infancia fue una gesta heroica quedó consignado en los libros de texto como un episodio patético. Apenas se reconocen treinta y cuatro víctimas: un ministro de finanzas, cuatro generales y veintinueve cadetes borrachos que se dieron cita en un tugurio clandestino. La historiografía del Imperio es curiosa: incluso cuando los académicos reducen el acto heroico a una caricatura, en cierto modo toman partido por las putas al admitir que los viciosos se merecían una muerte deshonrosa. Los libros, sin embargo, omiten a los seiscientos militares que amanecieron sin vida en sus camas. Mencionarlos habría implicado postrarse ante una humillación silenciosa y admitir que lo que no lograron los hombres paganos con sus espadas lo consiguieron unas mujeres con jugos.
El mundo, antes una incógnita insondable, empezó a cobrar sentido cuando cumplí los seis años. Los adultos se habían cansado de pintarme un panorama amable. Estábamos en guerra. La gramática que nos hermanaba no era la de nuestra lengua, el erynšhül2, sino la del resentimiento. Asómate al valle, me decían. Eso fue nuestro. Todavía lo es. Lo será de nuevo. Yo, porque no tenía más remedio, asentía. Juraba con ellos que muy pronto el mundo volvería a abarcar más que las barriadas miserables donde malvivíamos en calidad de presos.
¿Creía en algo? ¿Me importaba el trazado de unas calles lejanas que, desde mi sitio en la colina, se desplegaba como una proyección, antojadiza y errática, de hombres antiguos? Eltar era solo un nombre, el valle un simple lugar, el Imperio una idea abstracta. A mí me bastaban los metros cuadrados de mi casa, la quietud de las cumbres, esa frialdad que, inevitablemente, nos arrojaba a las fauces del silencio. Cuando callan las personas, el trino de los pájaros deviene elocuente. Parecen narrar una historia: la del principio de las cosas, la de un bien posible y la de un mal inacabable.
Pero yo solo imaginaba. Si Iria no hubiera renunciado a las palabras, tal vez me habría traducido el canto de las aves. Podía pasarse largas horas observando los árboles y los cielos como si en ellos hubiera un mensaje oculto. Después de mucho acompañarla, de buscarla por los callejones del barrio y de encontrarla a las puertas del bosque, entendí que persiguiendo aves intentaba soportar el decurso de los días. Si le decía que todos estaban preocupados, ella se encogía de hombros; si le preguntaba qué hacía, señalaba a la distancia, luego me veía, alzaba el dedo índice y luego abría los brazos. Su cuerpo sin palabras intentaba transmitir una historia que todos conocíamos pero que temíamos contar, la del primer pájaro del mundo, un ave que arrastra los días y las noches y que trae los inviernos.
Es un ave eterna pero indiferente al destino de los hombres. Ellos, en cambio, se preocupan demasiado por las tramas que se tejen en el tiempo. Adoran o pretenden corregir el pasado, desprecian o enaltecen su presente, quisieran conquistar el mañana. Y es por esta fijación que actúan. Por lo general, las cosas se les salen de las manos. Digamos que hay dos sectas, una adora al mundo, la otra a lo que está fuera de él. Intentan convivir, pero sus visiones de lo que es correcto lo impiden. Llega el día en que alguien decide zanjar las disputas, y para tales efectos ordena que los mundanos se sometan. Naturalmente, ellos deciden rebelarse. Los disturbios escalan a tal grado que se hace necesario restaurar el orden. Una manera de hacerlo consiste en tomar prisioneros, de preferencia por la noche, cuando los rebeldes están demasiado adormilados para poder reaccionar. Si en el proceso hay que azotar a unos cuantos niños llorones, así sea.
Iria vio cómo se llevaban a su padre, el hombre que peregrinaba el valle contando historias sobre pájaros que arrastran los días y las noches. Más que un acto inocente, era un llamado a la insubordinación. Cuando Krilsdiev proclamaba que la muerte de los dioses es también las de los pueblos, politizaba un concepto religioso que él conocía mejor que nadie. La tradición mrüsind3 atribuye a los hombres y a los seres divinos —los ürile4— una existencia condicional y recíproca. Se dice que en los tiempos primordiales realizaron un pacto en virtud de los dones que el dios creador les otorgó. A cambio de poseer únicamente espíritu, los ürile contarían con vidas largas, casi eternas, y la facultad de ordenar las cosas a su antojo —los vientos, los mares, el trueno e incluso la fortuna—. Los hombres tendrían la carne, el alma y un sitio en la tierra, pero también la muerte, el hambre, la envidia, la desesperación, la nostalgia, en fin, los vendavales imprevisibles del sentimiento. El üril no padece hambre física, ni tiene sangre, pero necesita de la memoria para sobrevivir. Este es el privilegio y, tal vez, la condena de los hombres: aun si mueren las lenguas y las tradiciones, él seguirá vivo, siempre a la búsqueda de un lugar.
Krilsdiev se preocupaba más por su gente que por la suerte de los ürile. Temía, en todo caso, que olvidar a los seres divinos desencadenara la ruina. Jamás un hombre ha de ponerse por encima de los seres ultraterrenos, repetía al padre de Iria, porque así como él los alimenta y los mata con el olvido, así también es presa de la necesidad y del temor a la desolación que arraigan en su propia alma. Esta criatura no soporta la soledad, teme a las reverberaciones de su corazón en la noche, desprecia la idea de que sean sus pasos los únicos que se oigan, implora por una compañía, añora que algo lo trascienda y atienda sus plegarias. El üril renace tantas veces como el espíritu lo pida. Pervive en el miedo, en la sospecha, en la esperanza de que el tiempo y la historia no sean fenómenos aleatorios. El alma terrena los reclama porque el hombre no soporta los naufragios. De entre los ürile los más viejos son aquellos que se alimentan de la desesperación y el anhelo. Necesitan al hombre, pero no lo aman, pueden prescindir de él, devastarlo si es preciso. Su lealtad, como la de cualquiera, es con los suyos. Les enfurece la muerte de los ürile más débiles —así como uno aborrece el sufrimiento de un hermano menor o el asesinato de un niño— y sobre todo los carcome la impotencia. Siendo capaces de hundir la tierra, levantar montañas, rellenar los abismos y hasta empujar los astros, nada pueden hacer por su estirpe cuando triunfa la desmemoria. No sorprende que los mrüsinde atribuyan el ascenso y la caída de los imperios al humor de los ürile. Intervienen en la historia, se coaligan, bajo nombres distintos, con los pueblos de fe firme, las naciones conquistadoras.
Krilsdiev estaba convencido de que el declive inicia cuando el hombre empieza a creer que se basta a sí mismo, que no necesita de leyes ni de dioses, que puede vivir tan solo de lo que le da la tierra o de su inteligencia o de lo que puede comprar con el dinero. Y no está del todo equivocado; sobrevivir de ese modo es más que posible. Pueden pasar generaciones hasta que se avizoren las estelas de la decadencia. Los tiempos de la divinidad juegan a favor del olvido. Cuando un üril iracundo arroja sus maldiciones sobre los desmemoriados, los escépticos y los apáticos, la sensación de tragedia se ha desvanecido. Quedan el rendimiento, la aceptación y una melancolía inútil. Krilsdiev temía que abandonar a los dioses degenerase en la muerte de la comunidad y en el triunfo irrevocable de un imperio extranjero. Iria creía en los pájaros, su padre en los hombres. Ella buscaba los trinos, él la elocuencia de los discursos.
Yo, sentado al filo del acantilado, entre el temor a perderlo todo y la seguridad de que con o sin dioses seguiría vivo, me limitaba a observar. No creía en demasiadas cosas ni intentaba entender los mecanismos que subyacen a la realidad. Los días, simplemente, pasaban. Y en ellos estaba Iria Krilsdievsfrei, extraviada en la insensatez de nuestro siglo, un tiempo de guerras como son todos los tiempos, cazando aves míticas para, sin saberlo, aplacar una furia divina que era capaz de condenarnos.
El Gran Incendio fue, en opinión de Krisldiev, el castigo que los ürile infringieron sobre los desmemoriados. Por una semana las llamas devoraron los campos y arrasaron los hogares por donde se extendían los árboles del corazón. Se diría, de nuevo, que fui afortunado. A la comarca de mi niñez, ese páramo en los Sótanos del Cielo, los Uraturwalü5, solo llegaron columnas difusas de humo, el rumor de los alaridos y el aroma de la carne chamuscada. Mi cielo fue siempre de un azul devastador, las hierbas crecían tímidas por los caminos, ríos delgados serpenteaban en su trayecto al gran lago del valle, la quietud reinaba mientras que las tierras bajas ardían. Pensar en esos días nefastos, imaginarlos en vez de recordarlos, vivirlos por medio de las historias que contaba Krilsdiev, fue la suma de mi tragedia infantil. Los que vivían lejos de la cumbre, apiñados entre árboles malditos, perdieron algo más que la casa, un bosque y el favor de los dioses. Renacieron como alimento de la tierra: cenizas y un montón de huesos que, una vez pulverizados, esparcieron por campos de trigo.
El valle reverdeció, los graneros desbordaron de abundancia, se tendieron caminos de piedra, llegaron nuevos habitantes y otros idiomas. Donde una vez hubo árboles se erigieron altares, estatuas y templos, pero ya no en honor a los ürile. Los dioses viejos se fundieron en el nombre de uno nuevo: Iskra. A los niños que no conocieron los árboles del corazón y a los que eran demasiado jóvenes para recordarlos se les dijo que aquel fue un incendio santo. La mera existencia de los árboles, afirmaban los predicadores, se debía a una de las dos fuerzas principales que rigen la creación: el mal. Y este mal solo puede florecer donde no se conoce el nombre de Iskra, la fuente única del bien y la virtud. Entonces los niños se arrodillaban, besaban el suelo con las frentes, se mostraban agradecidos.
Los pájaros nunca volvieron, pero ahora teníamos un dios.
De kast (corazón) y vwrik (árbol). La desinencia -ur representa el plural nominativo para sustantivos de género inanimado. Nótese que el título del relato es Kastvrwikursen, donde -sen es la forma definitiva plural de la palabra. En erynšhül no hay artículos.
Literalmente, “palabra de eryn”. Eryn, en este caso, es una especie que habita el mundo donde transcurre esta historia. Alternativamente, puede traducirse como eltarano.
Aunque mrüsind se traduce aquí como pagano, la palabra quiere decir “celoso, necio, terco”.
Nótese que el plural nominativo de üril, al ser de género animado, será ürile y no ürilur,
De urat (sótano) y wal (cielo). Véase que el genitivo singular animado (walü) aparece a continuación del sustantivo.
Fantástico.