Progresismo, fase superior del puritanismo (I)
Esta es la historia de cómo el puritanismo desembocó en una rebelión contra el sentido común, el ridículo existencial, el artificialismo del mundo posmoderno, la new age y el transhumanismo.
De Cthulhu a la Catedral de Calvino
Quien eche un vistazo por la borda podrá darse cuenta de que Cthulhu siempre nada hacia la izquierda. Lo anuncian la brújula, la posición de los astros, los vientos, la marea, la estela sobre la superficie del agua, la silueta horrenda bajo el barco. Y sin embargo son pocos los que mencionan a la bestia. Siempre es mejor decir que se trata de un espejismo, del mal tiempo o incluso de la estupidez del capitán. Ah, si tan solo alguien más prudente tomara el timón podría revertir el curso. Tal vez nos libremos del monstruo y en el proceso lleguemos al paraíso. Pero no se puede. Contra la fuerza de Cthulhu no hay voluntad que valga. Si hay un proceso que conduzca hacia la salvación, el primer paso será reconocer la insignificancia de los motores, la nulidad que frente a una calamidad representa un vil timón que, en todo caso, dirige una maquinaria herrumbrosa. El segundo, entender que a Cthulhu no hay que amaestrarlo, sino matarlo.
Nadie dijo que escapar sería fácil. Pero he aquí que el año 2007 unos cuantos disidentes, la mayoría de la angloesfera, tomaron una píldora tan amarga como liberadora: este orden de cosas —la Modernidad— es la reducción al absurdo de las pretensiones civilizatorias de un Occidente que, a pesar de los pavoneos flagrantes de su decadencia, todavía se siente orgulloso de sus luces y progreso. No solo la fiesta no había terminado para los intelectuales, los políticos y la turba, sino que consideraban que aún faltaba mucho camino por recorrer. Nunca se termina el periplo humano hacia la cumbre. Los que toman la píldora amarga se ven tentados a recriminar a los idiotas y sobre todo a los ingenuos por su ceguera. Pésima actitud. Lo primero que los testigos del declive deben entender es que al humano es la criatura del lugar común. De ahí que la historia repita sus patrones, a veces de forma trágica, otras gloriosa, pero por lo general ridícula. Los últimos romanos, que tenían a los hunos respirándoles en la nuca, creían que su imperio duraría una eternidad y algo más. Nada tiene de original la soberbia histórica.
La diferencia entre esos romanos y los occidentales del siglo XXI es que hoy día la información fluye más rápido. Los historiadores del futuro acertarán cuando escriban que la ceguera de los posmodernos es más abyectas: al menos los romanos tenían la dispensa de cierto grado de ignorancia invencible. La criatura del siglo XXI se obstina, y con qué orgullo, en consumir las ideas destiladas por los intelectuales de tres al cuarto de las universidades y la legacy media —CNN, el New York Times, Times, el Washington Compost y la plétora de medios nacionales que, como mucho, solo tropicalizan lo que está de moda en el imperio—. A esta caterva descentralizada de medios sospechosamente coordinados Curtis Yarvin, entonces Mencius Moldbug, la bautizaría con el nombre «La Catedral».
Más que de corporativos noticiosos y universidades, Moldbug pretendía echar luces sobre el prelado de la teocracia bajo la cual vive el Occidente hipermoderno. ¿Pero qué teocracia, si vivimos en tiempos de profunda inmanencia y solipsismo? En efecto, una teocracia atea, homogeneizante y de cuño universalista que busca implantar a lo largo del globo un mito y una cultura únicos. La tesis de la teocracia atea y transnacional, evidente por sí misma para quien abra los ojos o eche un vistazo por la borda y vea la sombra de Chtulhu, no debería sorprender a nadie. Y sin embargo lo hace a tal punto que provoca rechazo, furia, incluso lástima. ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI, en el año actual, no creas en los derechos universales y en los valores democráticos? Pobre. Lo cierto es que no hay orden social sin un mito que lo anteceda, una fórmula política. Si antes apelábamos a Dios, hoy lo hacemos a una idea que, a los oídos contemporáneos, no es menos santa e inviolable. Democracia, progreso, igualdad: sintagmas de la fe secular que hoy nos rige y a la cual más vale plegarse. Caso contrario se corre el riesgo de la cancelación. Intercambiar lo eterno por lo temporal no es ceder el mito, sino construir uno nuevo sobre la base de una fórmula ya probada.
Luego están el conservadurismo posrevolucionario y la triste figura del capitán que, viendo la sombra de Cthulhu, cree que podrá cambiar el curso si tan solo toma el timón o le arroja una carnada a la bestia. El derechista no atina a entender que la Revolución nunca pide perdón, siempre avanza. Su espíritu consiste en construir la Historia. Es lo que, en jerga filosófica, se conoce como el principio teleológico. El progresista nunca dará marcha atrás porque la Historia es un vector que se despliega en una sola dirección. La razón iluminada ha desvelado el rumbo: hacia la izquierda y adelante. Pensar en la viabilidad del retorno solo puede clasificarse de herejía, es contradecir al destino y a la razón. Los conservadores modernos, pese a sus reservas, no consiguen romper el cerco del principio teleológico. En la medida en que se hacen voceros del espíritu auténtico del mundo moderno, los conservadores no quieren perder lo que el individuo ganó con el liberalismo, ni pretenden deshacer lo que ha ido construyendo la Revolución. Al no tener intenciones de matar a Cthulhu, se limitan a pedirle que afloje la marcha. No es solo que navegar muy rápido produzca vértigo, sino que el alma añora el Edén, el corazón al puerto, el pensamiento al hogar. Estamos tan lejos que al mirar por la popa ya no alcanzamos a evocar lo que un día fue nuestra casa. Somos puro horizonte.
¿Cómo llegamos a este no-lugar? La historia es larga y este no es lugar para contarla. Baste decir que todo comenzó cuando abandonamos la idea del particularismo y la cambiamos por la tesis de la universalidad: el hombre no es el suelo que pisa, la lengua que habla, la comunidad con la que convive, sino todas y cada una de las instancias de lo humano. Si acuden a la mente un par de maderos no erramos demasiado el rumbo, quizá incluso estaremos muy cerca del punto de partida. Tergiversada o no, la idea de un único orden válido y deseable para el género humano nació cuando se deshizo aquel antiguo pacto que ataba al pueblo con un dios celoso. Ahora que la salvación estaba al alcance de todos, negarse a difundir las buenas nuevas se erigía en el mayor de los crímenes metafísicos: el cielo no es para los egoístas.
Poco importa si a la ortodoxia le repugna el argumento que aquí presento. Más bien debería interesarnos el mecanismo que permitió la transformación, o si se quiere la corrupción, del ideal cristiano. De cara a la lógica con que se propagan los mitos, nada es tan claro como el pecado de ingenuidad en el que incurren quienes niegan la similitud entre el evangelio antiguo y el posmoderno. Que alguien se atreva a afirmar que Marx fue el teólogo cristiano más importante de los últimos siglos1 tampoco debería parecernos descabellado si entendemos que a lo que asistimos hoy día es la secularización de una metafísica que ha tenido que sobrevivir y evolucionar a tropezones por dos milenios. Forever is a long time, en palabras del poeta Sammet. Si la verdad no cambia, porque ella misma es Dios, entonces tendrán que hacerlo los hombres; esta parece ser la condena de la finitud. De ahí que encarguen a sus hijos actualizar la versión del paraíso que ellos, a su vez, heredaron de sus padres. La historia, en ese sentido, más que un proceso teleológico es una construcción orgánica sobre viejos materiales, una catedral que se eleva sobre escombros: estamos parados sobre las ruinas de quienes nos precedieron, nuestra mugre es el polvo glorioso de los muertos.
La cordura del tradicionalista se cimienta en la afirmación de que lo recto es inmutable. Que así sea en nada niega el carácter caído de la criatura, ni mucho menos su naturaleza mundana. Algunos quisieran amar el cielo más que a su propia carne, pero la gran mayoría profesa devoción a la tierra. El diablo lo sabe mejor nadie y fue porque eso que tentó a Jesucristo con una imitación mundana del paraíso. Casi dos milenios después, el escritor que mejor supo leer el alma moderna afirmó que la piedra fundacional de la Iglesia católica no estuvo nunca en Pedro, sino en la tercera tentación de Satanás. No sorprende, pues, que el único momento en que el príncipe Mishkin sale de su marasmo es aquel en que, como en un rapto, increpa a Roma ese amor desmedido por el mundo que la llevó a olvidar que el Reino de Cristo se situaba en los cielos y no en esta tierra. A decir de Dostoievski, las herejías protestantes debían interpretarse a la luz del pecado originario de Europa. Plantada la semilla corrupta, solo cabía esperar la floración de los más repugnantes vástagos: de las herejías cristianas2 a las filosofías de corte materialista y secular.3
No iré tan lejos como Dostoievski porque tampoco el mundo ortodoxo se ha librado de la influencia de tales demonios, pero sí afirmaré que la secularización de la fe cristiana y, en concreto, la creencia puritana de raíz calvinista según la cual mediante la vía política se puede extirpar el mal de la tierra y construir aquí la ciudad de Dios, más que un error teológico, era una inevitabilidad histórica.
El peligro de los grandes autores radica en que sus letras pueden despertar a la bestia salvaje de la imaginación, de manera tal que pareciera que la lectura, más que iluminar la opacidad de la existencia, es el acto de yuxtaponer sombras. Cuando San Agustín dibujó las fronteras entre las que se desplazaban la historia, los hombres y el alma, no intuía lo que sus discípulos harían con la doctrina. Cierto día alguien pensó que si el apego a los fundamentos cristianos bastaba para purgar a los corazones del mal, entonces fundar y expandir la ciudad en la colina dejaba de ser un mero sueño. La carne podía santificarse en esa larga y tortuosa antesala de la muerte: la vida terrena. Una vez que la Modernidad abandonó lo eterno y en su lugar acogió el todo en lo finito, según la fórmula de Lévinas, se vio forzada a insertar la salvación en la inmanencia de la materia. En otras palabras, había que construir el paraíso en los dominios de lo temporal.
En cuestión de utopías, la historia moderna resulta harto elocuente. Si algo debemos erradicar es la idea de que los únicos intentos malhadados de alcanzar la gloria mundana se limitan a las numerosas versiones que se probaron del socialismo y las alternativas de cuño fascista. En rigor de verdad, el liberalismo y la socialdemocracia4 son arreglos sociales que buscan, muy a su manera y desde la perspectiva de la atomización del hombre, la creación de una sociedad que sublime las posibilidades de la materia, de un yo sumido en el espacio de lo sensible.
Véase, Breve historia del universalismo, de reaxionario.
No debe centrarse la atención únicamente a la olla podrida en la que conviven las innumerables variantes del protestantismo. Como parte de la deriva metafísica en la era contemporánea y la siempre viva necesidad por lo elevado, los occidentales han encontrado un sucedáneo de la trascendencia en un gnosticismo barato y pasado por agua. Herético pero cristiano al fin y al cabo, ha provisto un basamento a movimientos en apariencia contrapuestos. Así, entre la New Age y las últimas tesis sociológicos hay un puente que solo puede calificarse de esotérico. La hipótesis, elevada a nivel de fe, según la cual las poblaciones blancas cuentan con un privilegio innato, aun si nacen y mueren en la miseria, es un calco tan burdo de la doctrina del pecado original que uno solo puede preguntarse si es que el racionalismo del que se jactan los científicos sociales no es más bien reflejo de un apetito místico que el proyecto de la Modernidad no ha sabido llenar.
Léase: liberalismo, socialismo, anarquismo, nihilismo, etc.
No le falta razón a Dugin cuando argumenta que, dentro del paradigma moderno, existen tres principales teorías políticas: 1. Liberalismo; 2. Marxismo; 3. Fascismos/nacionalismos.