La negación nihilista y los productores de la historia
Solo con la muerte de Dios cobra sentido pleno la consabida máxima hegeliana, donde la historia se revela como despliegue de la razón.
1. El telos o la finalidad de la historia
La concepción teleológica del devenir humano constituye el gran tópico del pensamiento moderno. El telos resuelve la deriva existencial poniendo fin a la sumisión del hombre frente a lo arbitrario. Donde había penumbra ahora hay rumbo, una meta, un futuro discernible. Gracias a la mirada teleológica el hombre pudo por fin rechazar su papel como esclavo de la historia y concebirse como constructor de la misma. Para lo último, sin embargo, fueron necesarios el deicidio y el triunfo de la racionalidad científica. Solo con la muerte de Dios cobra sentido pleno la consabida máxima hegeliana, donde la historia se revela como despliegue de la razón.
Contra la pretensión de volverse un ingeniero de los acontecimientos, hay una aporía sobre la que ya se pronunciaba algún filósofo de la antigüedad[1]: si todo depende de los juicios individuales, por definición subjetivos, o nada hay verdadero —todo es relativo— o la verdad, entendida como esencia, es inalcanzable. Lo mismo valdría para la historia y las interpretaciones que de ella se hacen, incluso cuando estas se pretenden científicas. A riesgo de simplificar una triada de sistemas complejos y rigurosos, puede verse con facilidad que los destinos vislumbrados por Hegel, Marx y Fukuyama, partidarios los tres de la dialéctica, resultan contradictorios: para el primero la historia culminaba con una sociedad subsumida en el Estado, para el segundo en su eliminación, para el tercero en el reino de la democracia liberal. ¿Cómo determinar quién de los tres está en lo cierto?, ¿qué criterios objetivos deben seguir nuestros juicios? Podemos ir un paso más adelante y cuestionarnos si es que se puede corroborar científicamente el carácter teleológico de la historia.
El tema que me interesa explorar en este ensayo está menos ligado a la validez de una dialéctica que a la necesidad por construir, derrumbar o simplemente negar la historia por medio de la articulación de discursos, actitudes políticas y arte. Hoy se ha vuelto lugar común hablar de lo transgresor y políticamente incorrecto sin preguntarse hasta qué punto lo que pretendía ser insurrección es en realidad conformismo con lo producido por una maquinaria narrativa. La ridiculización del canon, su cuestionamiento, la protesta, la burla, los intentos deconstructivos y hasta el proyecto por innovar la lengua cotidiana, el arte, la filosofía y el pensamiento político, dejan de ser herramientas subversivas para trocarse en simples facetas de un performance banal.
2. Los productores de la historia
Ciertas categorías se analizan mejor desde un ángulo negativo. Cuando San Agustín se pregunta qué es el mal, responde que no se trata de una categoría autónoma sino de lo opuesto a la virtud absoluta que emana de Dios. Lo contrario sería afirmar que Dios creó el mal, lo que para la doctrina católica es inadmisible.
Así, en nuestros tiempos de subjetividad exacerbada, lo políticamente correcto solo se entiende en contraposición a lo que la sociedad o el Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, consideran correcto. No es un ideario concreto ni una categoría inamovible. Distintos momentos históricos abrirán la puerta a formas particulares de transgresión. Lo que hoy es costumbre pudo ser en el pasado tabú.
No siempre fue el caso. Lo políticamente correcto ha pasado por tantas reformulaciones que el resultado recuerda el conocido lamento marxista: la historia se repite primero como tragedia y luego como parodia. En efecto, así como el autor de La ideología alemana se propuso invertir la dialéctica hegeliana a los fines de formular una filosofía materialista capaz de discernir los mecanismos de la historia —vemos aquí el elemento teleológico— y encausar adecuadamente la praxis revolucionaria, los intelectuales del siglo XX, muchos de ellos deudores de Marx, se dieron a la tarea de definir qué constituye lo correcto e incorrecto en términos políticos, sin sospechar que en el proceso invertirían de tal forma los conceptos que estos se volvieron brumosos, cuando no indefinibles. La noción ha devenido tan difusa que los conservadores argumentan que, de cara a la hegemonía progresista, lo tradicional constituye la verdadera subversión.
No son vanas las anteriores digresiones. Es importante recalcar que el pensamiento marxista deduce el comunismo como una necesidad lógica de la historia; no es ya sueño ni utopía, sino verdad científica. Lo correcto, por tanto, es que la humanidad se dirija hacia la sociedad sin clases donde la explotación del hombre por el hombre es, a lo sumo, un recuerdo amargo.
Las primeras menciones contemporáneas del concepto de «corrección política» pueden hallarse en los discursos de las células comunistas de los Estados Unidos[2]. Para dichas organizaciones una actitud políticamente correcta era aquella que era consecuente con el curso objetivo de la historia. Ya sabemos cuál es ese. No debería sorprender la ausencia de ironía en aquellas retóricas ni la literalidad con que empleaban los términos; los comunistas de principios de siglo XX en verdad se jugaban la historia y estaban dispuestos a pagar con sus vidas.
Corría 1932. A propósito de un conflicto agrario, Harrison George publicaba en The Communist —el principal journal de doctrina de la vanguardia estadounidense— un artículo[3] donde pretendía definir el sentido de lo políticamente correcto, llegando a la conclusión de que lo adecuado era ceñirse a los mandatos del Partido. Ese mismo año, y sin tener referencias sobre el texto de Harrison, Walter Benjamin pronunciaba en París un discurso que probaría ser un punto de inflexión en el tono de las narrativas políticas modernas: El autor como productor. La gran preocupación del filósofo radicaba en el papel que debía jugar el arte de cara al destino en puertas: civilización o barbarie, comunismo o perpetuación del fascismo.
A juicio de Benjamin, el arte comprometido había degenerado en realismo estéril. Indignados ante las condiciones sociales, los creadores se esmeraban en la presentación estilizada de la decadencia capitalista. Las obras habían dejado de idealizar o de contribuir a una lucha objetiva; habían degenerado en meras representaciones de lo infernal. Lamentaba Benjamin que la apuesta de los artistas de izquierda consistiera en apelar a la sensibilidad de los consumidores burgueses del arte, personalidades que, pese a su sesgo de clase, todavía eran capaces de empatía, preocupación social y hasta solidaridad con los explotados. No en vano, y aunque sus más ardorosos promotores no quisieran reconocerlo, el marxismo, en cuanto esquema de pensamiento, tenía poco de proletario pues había sido concebido en sus orígenes por élites intelectuales. Sirva Engels de ejemplo.
Los artistas a quienes Benjamin criticaba confiaban en que el realismo descarnado sería capaz de sacudir las mentalidades alienadas. Una vez sucediera esto, el socialismo se presentaría ante sus consciencias como lo que era: una necesidad histórica. Para Benjamin esta era la actitud incorrecta, pues «el aparato burgués de producción y publicación asimila cantidades sorprendentes de temas revolucionarios, […] incluso los propaga, sin pensar por ello seriamente en cuestionar su propia consistencia y la consistencia de clase que lo posee»[4].
La observación no podría ser más acertada. El capitalismo optimiza económicamente el descontento y convierte en mercancía de alta demanda la indignación, la rebeldía, lo transgresor. Benjamin lamenta que el artista de izquierda, a pesar de sus buenas intenciones, termine por engrasar la maquinaria capitalista que con su obra intentaba destruir. Por ello es que el arte no resulta funcional a la revolución ni siquiera cuando se lo concibe como medio de difusión ideológica. El capitalismo ha evolucionado lo suficiente para que sus editoriales usufructúen con la propaganda marxista. Benjamin no solo entendió que el capitalismo optimiza económicamente las aspiraciones antisistémicas. Acaso también presentía que, debido a este carácter alienante, existe una propensión a que surja, se desarrolle y triunfe una clase acomodaticia de artistas que en el anticapitalismo hallan el más provechoso nicho de mercado.
Tal pareciera que el artista se encuentra, por siempre, en un callejón sin salida. ¿Por qué entonces Benjamin pronuncia la conferencia con aliento optimista? La realidad, nos dice el autor, es que existe una vía alterna, no solo por deseable sino por inevitable. Aceptar la interpretación marxista de la historia es confiar en el derrumbe del capitalismo por el peso de sus propias contradicciones. La tarea del intelectual, en tanto artífice de la historia, consiste en generar un arte transformador, dinámico y en constante actualización. Los movimientos de vanguardia serán una forma de articular discursos disruptivos.
En un texto posterior, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Benjamin se referirá a la necesidad de un arte «postaurático» que sea capaz de superar aquello que, supuestamente, reivindica el fascismo: lo inmutable, lo estólido, la tradición de espíritu perenne; en suma, un esteticismo inmóvil y contrario al sentido teleológico de la historia. El argumento tiene sentido a condición de que el fascismo se interprete como un movimiento reaccionario que busca perpetuar los valores burgueses. Contra lo que imaginaba Benjamin, no fue este el caso. Ciertamente el fascismo de principios de siglo XX se pretendía antimarxista, pero también se oponía al individualismo y a la libertad económica típicos de la mentalidad burguesa. Sorprende que Benjamin elija ignorar el papel protagónico que las vanguardias, sobre todo el futurismo de Marinetti, jugaron en la fundamentación del fascismo. Sea cual fuere el caso, en El autor como productor y La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, se concluye que, en efecto, existe un arte políticamente correcto en el sentido pleno y literal de la palabra.
Crear y producir arte es construir un camino, comprometerse con la materia y sus cualidades transformativas, no regodearse de los breves éxtasis que brinda la forma sublime. En la medida en que el nuevo arte es acción política, y no un vano regodeo del espíritu como pretende el gusto burgués, Benjamin sugiere que el artista-productor ha de insubordinarse ante las formas que se complacen puramente en lo exquisito. En palabras simples, lo correcto, desde una perspectiva histórica, consiste en trastocar las convenciones del arte. El autor-productor avanza en la dirección correcta.
De la creencia de Benjamin quedan apenas reflejos en el agua: líneas vagas e inversión de la imagen. Si en los años 30 la corrección política preocupaba a los intelectuales ávidos de redirigir la historia a su cauce inevitable, bajo la égida posmoderna la incorrección política se presenta como una propuesta política-mercadológica, en definitiva, desnuda de contenido. El ánimo transgresor se revela como negación nihilista.
3. La negación nihilista
Cuando nos preguntamos por qué alguien elige ser políticamente incorrecto no sería mala idea recordar las líneas de Bazárov al momento de ser increpado por Pável Petróvich, el burgués de pretensiones aristocráticas que en la novela Padres e hijos representa el arquetipo del buen reformista y liberal ruso:
—[…] ¡Soy incapaz de comprender cómo se pueden rechazar los principios, las leyes! Entonces, ¿en virtud de qué actúan ustedes?
—Nosotros actuamos guiándonos por aquello que entendemos útil —profirió Bazárov—. Y, en estos tiempos, lo más útil es la negación. Por eso renegamos de todo.
—¿De todo?
—De todo.
—¿Pero cómo es posible? Renegar no solo del arte, de la poesía… sino también de… ¡Da miedo pronunciarlo!
—De todo —repitió Bazárov con indescriptible seriedad.[5]
El lector puede imaginar fácilmente el desconcierto y hasta cierto punto la impotencia de Turguéniev. Como Pável Petróvich, el autor queda anonadado e indefenso hacia el cinismo de su protagonista. Y diríase también ágrafo: no hay palabras capaces de describir adecuadamente la perplejidad que sigue al discurso nihilista. Con su impotencia parece preguntarse: ¿a eso nos llevaron la prosperidad material y las ilusiones de libertad, a parir una generación de jóvenes que solo atinan a despreciar y a negar?
Bazárov ha decidido rechazar los dos grandes planteamientos de su época: la sociedad cosmopolita y occidentalizada que las élites liberales se esmeraban en construir, y la Rusia sempiterna por la que suspiraban los eslavófilos. Pese al desprecio que le merecen los proyectos sociales, Bazárov no ignora las condiciones nefastas del pueblo ruso. Precisamente porque las reconoce es que ha decidido negarlo todo:
caímos en la cuenta de que parlotear sobre nuestras calamidades públicas, solo parlotear, no tenía ningún mérito, que eso solo conducía a la chabacanería y al doctrinarismo. Nos dimos cuenta de que incluso nuestros intelectuales y hombres de vanguardia, nuestros denunciantes, por así decirlo, no llegaban a ningún sitio; que nos dedicábamos a tonterías, que no hacíamos más que platicar sobre el arte, la creación inconsciente, el parlamentarismo, la práctica y la teoría legal y no se sabe qué más, cuando lo importante eran otras cosas: el pan de cada día; esa burda superstición que nos ahoga (la religión ortodoxa) […]; esa libertad sobre la que tanto cacarea nuestro gobierno y que tan pocos beneficios reporta al pueblo.[6]
Así manifiesta Bazárov la imposibilidad de reconciliar las visiones liberales, eslavófilas y nihilistas: sencillamente, no hay solución posible. Pável Petróvich, harto ya de verse sometido a una diatriba cuyo fin no es otro que el sinsentido, se ve empujado a arremeter contra Bazárov, haciéndole notar que, tal vez, en el fondo ambos comparten un mismo diagnóstico de la decadencia rusa. Ahí radica el pecado del nihilismo: «ustedes se han dado cuenta de todo esto y han decidido abstenerse de emprender nada serio». La respuesta de Bázarov es contundente: «Y decidimos abstenernos de emprender nada serio». «¿Y eso se llama nihilismo?», pregunta Pável. «Y eso se llama nihilismo —repitió Bazárov».
La anterior es la escena más popular de la novela, y no en vano: Turguéniev colocó sobre la palestra la cuestión del nihilismo y desde entonces ni en la filosofía, ni en los discursos populares, ni en la acción política ha vuelto a verse el concepto bajo la misma luz. Lo que antes se perdía en elucubraciones teoréticas pasa al ámbito de las masas. Sin embargo, las líneas que siguen son tan o más entrañables porque ponen de manifiesto el asco y la indiferencia de aquel que no ve más horizonte que el rechazo: «¿Entonces? ¿Piensan actuar o no? ¿Actuarán alguna vez?», pregunta el burgués desesperado, pero Bazárov no responde. Pável Petróvich continúa:
—[…] ¿Pero qué sentido tiene destruir sin saber siquiera por qué razón se destruye?
—Destruimos porque somos la fuerza —apuntó Arkadi.
Pável Petróvich miró a su sobrino y se sonrió.
—Sí, la fuerza. Y la fuerza no rinde cuentas a nadie —remató Arkadi y enderezó el cuerpo.
—¡Serás infeliz! —gritó Pável Petróvich […]—. Lo que nosotros amamos es la civilización; sí, sí, señor mío, los frutos de la civilización. […] ¡La fuerza!... ¡Sed conscientes, señores forzudos, de que nos sois más de cuatro personas y media y que, frente a vosotros, son millones los que no permitirían que pisoteéis sus sagradas creencias y que os aplastarán si lo intentáis!
—¡Pues que nos aplasten, si eso es lo que nos merecemos! —repuso Bazárov.[7]
Contradecir no es la metodología de la historia, sino la herramienta de la banalidad. Bazárov, y con él su patiño, el descerebrado Arkadi, no ve posible ni deseable la redención de una sociedad cuyo fin no es otro que el vacío. El nihilista acepta el pesimismo hobbesiano pero descree del Leviatán: al hombre solo le queda volver al estado de naturaleza donde cada quien es depredador del otro.
A diferencia de lo que sucederá con Dostoievski, Turguéniev se vale de los arquetipos para mostrar una realidad incómoda que se abría paso por la sociedad liberal de la que él mismo era promotor y figura epónima. Qué más hubiera querido el autor de Padres e hijos que el liberalismo en Rusia no engendrara a Bazárov. Acaso en ese deseo se oculte el motivo del desenlace patético y anticlimático de sus nihilistas, uno en la conformidad burguesa y el otro reducido al sentimentalismo más ramplón.
También deberá servirnos como guía la confesión final de Stavrogin, más sucinta pero de mayor peso específico: «De mí no ha salido más que negación, sin fuerza ni magnanimidad»[8]. Mientras que Bazárov falla como personaje y cae en el ridículo, el nihilista de Dostoievski alcanza, al mismo tiempo, su cima y su sima. Al renegar de la acción, Stavrogin demuestra que el rechazo absoluto desemboca en una individualidad exacerbada que ya solo vislumbra su perdición. No es en el mundo, ni mucho menos en la política, sino en la desesperanza interna donde el ímpetu que propulsa al nihilismo —el rechazo— alcanza su expresión más acabada y fatal.
Es justo, pues, preguntarse la razón de que muchos busquen afirmarse a sí mismos por medio del rechazo —hoy se diría por la vía de lo políticamente incorrecto—. Y si acaso este individuo se subleva a las formas y pensamientos hegemónicos por el vano placer de la negación nihilista o si, por el contrario, el repudio conlleva el deseo de corregir la historia. De ser lo segundo, entonces el rechazo no es condición suficiente; hay que actuar, transformar en el sentido benjaminiano. La queja sin acción se vuelve divertimento y, en el peor de los casos, deviene conformidad, cuando no complacencia soterrada. Al vaciarse de contenido, la insubordinación se turna útil a las hegemonías del pensamiento.
Dostoievski lo entendió a la perfección. A la sombra de los nihilistas que aterrorizan las páginas de Los demonios, aparece Shigaliov como trasunto de la intelectualidad banal de la época. Historiador y teórico, expone el absurdo que conlleva el rechazo nihilista: «mi conclusión contradice directamente la idea que me sirvió de punto de partida. Partiendo de la libertad sin límites llego al despotismo ilimitado». Como solución definitiva al problema social, Shigaliov plantea la visión de la humanidad futura divida en dos partes desiguales: «Una décima recibe libertad personal y un derecho ilimitado sobre las nueve décimas partes restantes. Estas últimas deberán perder toda individualidad y convertirse en una especie de rebaño y, mediante su absoluta sumisión, alcanzarán, tras una serie de regeneraciones, la inocencia original, algo así como en el Paraíso Terrenal»[9].
Dostoievski anticipaba lo que más tarde autores como Robert Michels (1911), James Burnham (1943) y Dalmacio Negro Pavón (2015) llamarán «la ley de hierro de las oligarquías». La negación nihilista es, a fin de cuentas, una forma de cambiar la máscara del poder; la indiferencia, el rechazo y la renuncia habilitan la cristalización de nuevos grupos oligárquicos. Destruir es prologar el relato del poder venidero.
4. La transgresión banal en la época de su reproductibilidad técnica
Walter Benjamin lamentaba los caminos oblicuos que puede tomar el arte comprometido y la banalidad de los actos transgresores cuando no apelan a otra cosa que al rechazo. Y, sin embargo, su ideología lo llevó a postular algo que, de alcanzar su paroxismo, implicaría la erradicación del arte. Aceptar la visión teleológica de la historia y en concreto la idea de un artista-productor supone rendirse a un mecanicismo incompatible con la esencia de lo estético: la búsqueda incesante, la posibilidad de que el arte trascienda los plañidos de una época. Bien decía Adam Zagajewski que «la belleza […] es para todo aquel que busca un camino serio; es una llamada, una promesa, tal vez no de felicidad —como quería Stendhal—, pero si de un gran peregrinaje eterno»[10]. Pero si ya todo está dicho, si la historia se ha resuelto, si una gran inteligencia ha deducido el sentido de los días, toda exploración artística supone una fuga unidireccional hacia un fin predeterminado. Habríamos descubierto y aceptado fatalmente la banalidad del arte.
[1] Recomiendo estudiar la polémica del Gorgias. En la actualidad el debate entre relativismo y verdad objetiva sigue siendo tan relevante como en la edad clásica.
[2] Para una genealogía introductoria del concepto de «corrección política» véase Burnette 2015.
[3] George Harrison, Causes and Meaning of the Farmers' Strike and Our Tasks as Communists, p.p. 918-932.
[4] Walter Benjamin. El autor como productor, pág. 18.
[5] Iván Turguéniev, Padres e hijos, pág. 83.
[6] Ídem, pág. 86. Las cursivas son mías.
[7] Ídem, págs 87-88.
[8] Fiódor Dostievski, Los demonios, pág. 858
[9] Fiódor Dostievski, Los demonios, pp. 520-521.
[10] Adam Zagajeswski, En defensa del fervor, p. 27.